Me desperté de un grito y
notaba como caían gotas de sudor por mi frente y espalda. Sáhara vino a
acurrucarse a mi lado y volvió a dormirse.
-¿Estás bien? –me preguntó mi
hermano entrando corriendo en mi cuarto.
-Sí tranquilo, solo ha sido
una pesadilla.
Vi que en la mano llevaba un
bate de béisbol. Era la primera vez que se levantaba tan rápido de la cama.
Estaba claro que él estaba más o igual de aterrado que yo.
-¿Qué hora es? –le pregunté
mientras cogía una toalla de un cajón de la mesita de noche y me secaba el
sudor.
-Las 5. ¿Quieres que me
quede?
-Sí, por favor.
Se sentó en el borde de mi
cama mientras dejaba el bate en el suelo y ponía su mano en mi rodilla.
-Tranquila. Conmigo no te
pasará nada.
-Gracias –le dije mientras
ponía mi cabeza en su hombro.
Me abrazó y me empujó para
que me metiera en la cama y él se puso en el otro lado de la cama.
-¿Qué pasaba en la pesadilla?
–susurró mientras se tumbaba y se tapaba con las mantas de mi cama.
-Estaba en la sala de
torturas donde me han llevado esos italianos secuestradores pero no estaba yo
sola. Había más gente. Mayores y pequeños, todos asustados y temblando. En las
paredes había sangre y estaba atada con cadenas. Nos torturaban para que
dijéramos aquello que ellos querían oír y así matarnos. En ese sitio había
familias enteras y torturaban a los hijos
para que los padres confesaran.
-¿Reconociste a alguien?
-No. Solo a los torturadores
que eran los mismos que yo vi.
-No te preocupes que no
volverán a acercarse a ti.
-No tengo miedo de que me
hagan daño a mí sino a la gente que más quiero.
Robert suspiró y me susurró
que intentara dormir aunque sabía que ninguno de los dos volveríamos a conciliar
el sueño.
El despertador sonó a las 7 y
no había pegado ojo. Me di media vuelta para apagarlo y le di un pequeño codazo
a Robert. Él también estaba despierto. Nos levantamos y él se fue a su cuarto a
vestirse y yo abrí el armario y ojeé mi ropa. En la calle hacía bastante frío
por lo que me puse algo que me abrigara.
Cuando elegí la ropa adecuada
y me la puse, fui al baño a peinarme los pelos de loca que tenía y me lavé
parte del cuello y la cara para quitarme el sudor. Después, bajé a desayunar.
Teresa ya estaba desayunando y a su lado estaban Lucy y Robert.
-Buenos días –me dijo Lucy
con su voz de niña pequeña mientras me sonreía e iba hacia la encimera para
intentar coger un bol. Pero su baja estatura le impedía hacer tal cosa. Se
ponía de puntillas, saltaba… pero aún así no consiguió su propósito.
La cogí en brazos y la llevé
a su trona para que no estuviera correteando por ahí. Cogí un bol de cristal y
lo llené de leche y lo metí al microondas como todas las mañanas.
-Anoche oí un grito, ¿pasó
algo? –dijo Teresa mientras removía con una cuchara la leche chocolatada de su
cuenco.
-Una pesadilla, nada más.
Me di media vuelta y fui
hacia el armario de madera de la cocina y cogí una bolsa de plástico. En su
interior había magdalenas. Cogí dos y las puse sobre la mesa.
Cuando todos terminamos de
desayunar, salimos de casa. Oí la bocina de un coche y miré hacia la derecha.
Johnny había venido a recogerme.
-Chicos, me voy con Johnny al
instituto. Allí nos vemos.
-Vale –dijeron Robert y
Teresa al unísono.
Fui hacia el coche gris de
Johnny y entré.
-Hola –me dijo con una
sonrisa en su rostro mientras se acercaba para darme un beso en la mejilla.
-¿Qué haces aquí? –le
pregunté extrañada.
-Pues que no te voy a dejar
sola ni un segundo. Voy a pegarme a ti como el celo.
-¿Acaso vas a ser mi
guardaespaldas?
-Si es necesario sí.
Le sonreí mientras Johnny
conducía por la carretera. Johnny me miró y frunció el ceño.
-¿Pasa algo?
-¿Has dormido esta noche?
-Tuve una pesadilla y no pude
pegar ojo.
-Si quieres por las noches me
cuelo en tu casa y dormimos juntos –me dijo mientras me guiñaba un ojo.
-Mi hermano vino a dormir
conmigo aunque ninguno de los dos pudo dormir.
-Bueno por si cambias de
idea, que sepas que mi oferta sigue en pie.
-Vale, me lo pensaré –dije
mientras me reía sin muchas ganas.
Cuando llegamos al instituto,
los que iban con nosotros a clase, se nos quedaron mirando.
-Por favor, dime que no vengo
en pijama.
Johnny se empezó a reír pero
me miró para comprobarlo.
-Estás preciosa. Nos miran
porque vamos cogidos de la mano y nadie sabía que éramos pareja.
-Tiene sentido –le dije a
Johnny mientras me reía.
Ariadna vino con una sonrisa
traviesa hacia nosotros.
-¿Qué me he perdido? –dijo
mientras ponía sus manos en sus caderas.
-No mucho –dijo Johnny
mientras tiraba de mí para llegar cuanto antes a nuestra clase.
Ariadna se cruzó de brazos y
se fue de nuestro lado. Por el pasillo vi a Robert y Teresa que iban cogidos de
la mano, se estaban despidiendo antes de entrar a las clases. Nos sentamos en
dos pupitres que había libres. Dejé la mochila en el suelo y el abrigo en la
silla y Johnny hizo lo mismo.
-¿Por qué a veces eres tan
borde? –le susurré mientras sacaba los libros de historia.
-No soy borde. La gente no
acepta la privacidad de los demás y yo hago que se note hasta dónde alguien
puede o no preguntar. No me gustan los cotillas y menos aquellos que se
inventan falsos rumores para fastidiar a alguien que les cae mal.
-Tienes razón pero todo se
puede decir desde el respeto.
-No la he insultado por lo
que he respetado su persona.
-Está bien. Déjalo.
-La he contestado bien
–murmuró mientras hacía garabatos en un trozo de papel.
No contesté. No quería tener
broncas con Johnny. No hablamos en toda la hora de historia. Ni si quiera nos
miramos. Estuvimos en silencio cogiendo apuntes.
Cuando terminaron las clases,
Johnny salió a paso ligero del instituto. Yo intenté alcanzarle pero iba
demasiado rápido y la multitud de gente por los pasillos no ayudaba. Cuando
salí, el coche de Johnny no estaba en el aparcamiento.
-¿Qué le has hecho al pobre
chico? –me preguntó mi hermano mientras seguía la dirección de mi mirada.
-Se ha ido –dije entre
susurros.
-Vámonos a casa Alice –dijo
Teresa al acabar las clases mientras me abrazaba y me llevaba hasta el coche de
Robert.
Recogimos a Lucy y nos fuimos
a casa. No hablé en todo el camino aunque notaba cuando Robert o Teresa me
miraban por el espejo retrovisor. Cuando llegamos a casa, tiré todas mis cosas
en el suelo de mi cuarto y me tiré encima de la cama. Robert y Teresa insistieron
en que comiera algo pero les ignoré.
Cada dos minutos miraba el
móvil rezando para que Johnny me llamará. No llamó en todo el día ni yo a él.
Era una tontería nuestro enfado pero a veces, las cosas más pequeñas, son las
que más nos importan.
Pasé la tarde entera tirada
en mi cama mientras oía como los demás decidían irse a la calle para pasear a
Sáhara.
Cuando me aseguré de que no
había nadie en casa, cogí un libro de clase y empecé a estudiar. No me gustaba
estudiar pero era mejor que darle vueltas a algo que sé que pensando no lo voy
a solucionar.
Después de una hora
estudiando, decidí salir a la calle. Me daba igual que vinieran los italianos
de nuevo. Conduje con mi coche hasta la nueva cafetería italiana. Era un local
bastante grande y con bastante ambiente.
Fui a la barra y pedí un zumo de frutas del bosque. La camarera italiana
me lo preparó en pocos minutos y adornó la copa con una frambuesa congelada y
una pajita larga y gorda color morado. Cogí la copa y me senté en una mesa
pequeña de madera que estaba libre. Saqué de mi bolso el libro de literatura y
me puse a leerlo para pasar el rato.
-“Romeo y Julieta”. Una
historia un poco trágica, ¿no crees? –me dijo un chico italiano alto con una
camiseta negra y un delantal color rosa muy oscuro con el logotipo de la
cafetería dibujado.
Alcé la miraba y le sonreí
mientras cerraba el libro.
-¿Te lo has leído? –le
pregunté mientras daba un sorbo del batido.
-Es un clásico. Soy Héctor
–me dijo amablemente mientras apretaba mi mano con la suya en señal de saludo.
-Alice.
-Encantado –dijo mientras me
daba un beso en la mano-. Bueno dejo que sigas leyendo que yo tengo mucho que
hacer. Luego nos vemos.
-Vale. Hasta luego –le dije
mientras volvía a abrir mi libro y le daba otro sorbo al zumo.
Héctor tendría unos 19 años y
tenía el pelo castaño muy oscuro y los ojos grises. Su acento podía enamorar a
cualquier americana. Era un chico bastante musculoso y trabajador aunque pude
observar como la chica de la barra a veces le echaba la bronca por hacer mal los
pedidos.
-Leer tanto es malo –me dijo
Héctor mientras se ponía un abrigo gris.
-¿Te vas? –pregunté mientras
miraba la hora.
-Vamos a cerrar. Pero mañana
si quieres puedes volver.
Me reí mientras cogía mis
cosas y me dirigía hacia la salida.
-Alice.
-Dime –le dije mientras me
daba media vuelta para verle el rostro.
-¿No nos hemos visto antes?
–preguntó extrañado.
-Lo dudo. Sino me acordaría.
-Qué raro. Es que tu rostro
me es muy familiar.
Me acompañó hasta mi coche.
-¿Quieres que te lleve? –le
pregunté.
-Tengo el coche una manzana
más alante.
Nos quedamos los dos en
silencio mientras oíamos los truenos en la oscuridad de la noche.
-Va a empezar a llover será
mejor que llegues a tu coche antes de que te mojes.
-Sí, debo irme.
Notaba como Héctor quería decirme
algo pero no se atrevía a hacerlo. Me abrazó para despedirse de mí y se fue. Yo
entré en mi coche y me fui a casa.
-¿Dónde has estado? –me
preguntó mi hermano nervioso y algo enfadado.
-En la cafetería nueva
italiana tomando un zumo, ¿por?
-Me tenías preocupado.
Pensaba que te había vuelto a pasar algo.
-Tranquilo. Me fui a leer un
poco fuera de aquí.
-Hola Alice. ¿Dónde has
estado? ¿Lo habéis solucionado Johnny y tú? –me preguntó Teresa mientras
abrazaba a Robert por la espalda.
-Pues he estado en la
cafetería nueva que me dijiste y no he hablado con Johnny en toda la tarde.
-¿Te ha gustado la cafetería?
-Sí. Es muy agradable.
-¿Agradable el sitio o el
camarero de ojos grises?
Me empecé a reír al ver que
ella también se había fijado en él. Me quité el abrigo y no la contesté.
-Me alegro de que estés mejor
–me dijo mi hermano mientras íbamos al salón.
Cogí una pelota de goma y se
la empecé a tirar para que Sáhara fuera a por ella. Lucy se reía y aplaudía
cada vez que el cachorro la cogía con su pequeña boca.
Pasé varias semanas sin
noticias de Johnny. Todas las tardes iba a la cafetería italiana y me quedaba
allí hasta la hora de cierre. Héctor y yo habíamos empezado a confiar el uno en
el otro. El día que me terminé el libro, Héctor se acercó a mí y me enseñó a
hacer los bollos que después la gente comía allí. Llegaba todos los días con
harina en el pelo y en la ropa. Pero no me importaba porque Héctor conseguía
animarme durante unas horas. Seguía teniendo la misma pesadilla cada noche pero
cada vez, la pesadilla duraba menos y ya no gritaba en sueños. Pronto esa
pesadilla no volvería a interrumpirme el sueño.
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